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sábado, 12 de diciembre de 2009

I-magina La Fraga


Hacía tiempo ya que conocía La Fraga. No por haber tenido el honor de poder estar antes allí, físicamente, sino porque le había cogido ya cariño a ese lugar a través del mundo virtual. Algunos relatos, comentarios diversos en blogs y foros, o las historias de los personajes de La Fraga de Malvís habían sido los encargados de darle forma imaginaria a ese lugar, a ese entrañable e idealizado bosque encantado.



Hacía tiempo ya que me pareció oír un silbido a dos tonos dentro de mí. El primer tono agudo y sostenido en el tiempo y, justo a continuación pero formando parte del mismo silbido, un segundo tono, más grave y de similar duración. La primera llamada del silbido penetró en mi inconsciente y, aunque no le presté demasiada atención, despertó en mi espíritu la necesidad de acudir algún día al lugar de donde procedía ese sonido: La Fraga. A la segunda llamada oída, asistió al encuentro una parte de mi propio ser, mi alma, aunque yo no estuve físicamente allí. Y al tercer silbido oído ya estaba, finalmente, allí, en cuerpo, alma y espíritu, al final de ese salvaje camino de entrada flanqueado por pinos y alguna parra emparrada. Allí, de pie, frente a la Mojonera, con el corazón palpitándome por una mezcla de emoción por estar allí visitando y contemplando La Fraga, más un nerviosismo incontrolado por acercarse un momento especial de mi vida, que esperaba que marcase aquel día con un antes y un después.

Tuve, pues, la ocasión de poder visitar esas tierras acompañado de dos seres especialmente queridos por mí. Unas tierras que albergan profundas raíces - no sólo de olivares - que te unen a ese espacio sacro, quieras o no, para toda la vida.

Tuve, pues, la ocasión de poder tocar esos olivos de ramas “doblás” por el peso de las aceitunas. Esos olivares centenarios de doble o triple tallo plantados en retícula de perfecta formación equidistante cubriendo toda la tierra fértil de la falda baja del Aznaitín. Matas de olivares longevos, de troncos retorcidos por los años, con retamas y ramones que buscan sobrevivir en el ciclo de la natural naturaleza y se alegran por huir de la poda o de la quema. Olivos vivos, llenos de energía, que ofrecerán, seguramente, una buena cosecha este año. Aunque eso dependerá del rendimiento, de la cantidad de aceituna llevada a la cooperativa, de cuanta es de cielo o de suelo, de la lluvia que caiga en estos últimos días antes de la recolección, o de si la cuadrilla de recolectores muestra su honradez y profesionalidad en la faena.


Tuve, pues, la ocasión de poder contemplar los restos en pie del viejo cortijo de la Mojonera, sus humildes estancias, el patio posterior que hacía de corral, la chimenea del pequeño comedor, las botellas de vino vacías que llenaron el espíritu a Perico Ponela, la percha de madera para colgar la bota, la suma a lápiz que aún se conserva en la pared encalada… E inhalé. Inspiré profundamente y, a pesar del nerviosismo, creí captar la esencia que aún vibraba en ese lugar.


Tuve, pues, la ocasión de poder intuir los sistemas secretos de abastecimiento de agua de esas tierras. El Aznaitín resultaba ser el abastecedor de un cauce subterráneo. Con un par de pozos, unas bombas y unos pasos sifónicos bajo la carretera se alimentaba el caz, un canal que soñaba ser torrente incontrolado y que atravesaba la finca para llevar el bien a las zonas más áridas. Me contaron que, tiempo atrás, cuando no había aún el sistema de riego por goteo, a partir del caz se iba abriendo paso al agua haciendo una canal con un azadón. Llegando de olivo en olivo donde se hacia un alcorque alrededor de cada tronco para regarlos, con agua, sudor y amor.

Y tuve, pues, la ocasión y el honor de estar en el Cerrillo Costalo. Una elevación donde el olivar cede al pino, a la encina y a las retamas que crecen salvajemente. Un espacio sacro, de refugio, de reflexión, de intromisión, de ataduras ancestrales y, además, de una singular, sensible y tierna belleza. Un espacio desde donde se divisan las laderas del Aznaitín, unas tierras prácticamente vírgenes que ofrecen su pasto a los rebaños de cabras y ovejas. Unas tierras que, en una futura ocasión, procuraré pasearme por ellas sin prisa para captar el alma de esa tierra, de ese sentimiento al que, aún, no le sé poner palabras.

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Y allí, en el Cerrillo Costalo, al amparo de la fuerza que emanaba el sacro lugar, junto a la roca que sobresalía invitando al asiento, o a modo altar, tuve la ocasión de expresar y formalizar, con ojos limpios, mis pensamientos y sentimientos íntimos.

Al partir de La Fraga, me llevé conmigo una piedrecita - un trocito de ese lugar sagrado-, unas aceitunas del cornezuelo cogidas por los tres juntos ordeñando las ramas, un muy grato recuerdo de haber estado ahí sintiendo la grandeza del lugar y, sobretodo, me llevé el corazón rebosante de felicidad.

Hacía tiempo ya que conocía La Fraga. Pero en ese espléndido y soleado día de finales de otoño, que jamás en la vida olvidaré, tuve el honor de poder estar allí físicamente, en cuerpo, alma y espíritu.