Tuve, pues, la ocasión de poder visitar esas tierras acompañado de dos seres especialmente queridos por mí. Unas tierras que albergan profundas raíces - no sólo de olivares - que te unen a ese espacio sacro, quieras o no, para toda la vida.
Tuve, pues, la ocasión de poder tocar esos olivos de ramas “doblás” por el peso de las aceitunas. Esos olivares centenarios de doble o triple tallo plantados en retícula de perfecta formación equidistante cubriendo toda la tierra fértil de la falda baja del Aznaitín. Matas de olivares longevos, de troncos retorcidos por los años, con retamas y ramones que buscan sobrevivir en el ciclo de la natural naturaleza y se alegran por huir de la poda o de la quema. Olivos vivos, llenos de energía, que ofrecerán, seguramente, una buena cosecha este año. Aunque eso dependerá del rendimiento, de la cantidad de aceituna llevada a la cooperativa, de cuanta es de cielo o de suelo, de la lluvia que caiga en estos últimos días antes de la recolección, o de si la cuadrilla de recolectores muestra su honradez y profesionalidad en la faena.
Tuve, pues, la ocasión de poder contemplar los restos en pie del viejo cortijo de
Tuve, pues, la ocasión de poder intuir los sistemas secretos de abastecimiento de agua de esas tierras. El Aznaitín resultaba ser el abastecedor de un cauce subterráneo. Con un par de pozos, unas bombas y unos pasos sifónicos bajo la carretera se alimentaba el caz, un canal que soñaba ser torrente incontrolado y que atravesaba la finca para llevar el bien a las zonas más áridas. Me contaron que, tiempo atrás, cuando no había aún el sistema de riego por goteo, a partir del caz se iba abriendo paso al agua haciendo una canal con un azadón. Llegando de olivo en olivo donde se hacia un alcorque alrededor de cada tronco para regarlos, con agua, sudor y amor.
Y tuve, pues, la ocasión y el honor de estar en el Cerrillo Costalo. Una elevación donde el olivar cede al pino, a la encina y a las retamas que crecen salvajemente. Un espacio sacro, de refugio, de reflexión, de intromisión, de ataduras ancestrales y, además, de una singular, sensible y tierna belleza. Un espacio desde donde se divisan las laderas del Aznaitín, unas tierras prácticamente vírgenes que ofrecen su pasto a los rebaños de cabras y ovejas. Unas tierras que, en una futura ocasión, procuraré pasearme por ellas sin prisa para captar el alma de esa tierra, de ese sentimiento al que, aún, no le sé poner palabras.
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Y allí, en el Cerrillo Costalo, al amparo de la fuerza que emanaba el sacro lugar, junto a la roca que sobresalía invitando al asiento, o a modo altar, tuve la ocasión de expresar y formalizar, con ojos limpios, mis pensamientos y sentimientos íntimos.
Al partir de
Hacía tiempo ya que conocía La Fraga. Pero en ese espléndido y soleado día de finales de otoño, que jamás en la vida olvidaré, tuve el honor de poder estar allí físicamente, en cuerpo, alma y espíritu.