Me encuentro tranquila y relajada dentro de mi saco de dormir. Junto a mí, suelen descansar también cuatro o cinco amigas, aunque el destino hace que no siempre sean todas las mismas de siempre. Recuerdo a las que desaparecieron hace tiempo. ¿Qué habrá sido de ellas?
De pronto, se produce otro episodio del destino. Un destino cíclico, periódico y lleno de incerteza sobre si volveré a estar junto a mis amigas. Tal vez hoy será mi despedida.
Una mano poderosa me agarra y me arrastra hacia el exterior. Me sujeta a una cuerda y me tiende en una posición horizontal, sobre el aparato de tortura. Por un extremo me apoyo en un pequeño soporte de madera, por el otro, la cuerda que me sostiene está tensada, muy tensada, por esa mano imperturbable. De pronto, la mano me suelta y soy lanzada a toda velocidad. Siento el aire que roza todo mi cuerpo, hasta mi tensa rigidez ha adquirido flexibilidad por un instante debido a la estrépita sacudida. Ante mi, observo un obstáculo que va creciendo a cada instante. Me dirijo a él inevitablemente, a toda velocidad, sin capacidad de reaccionar impacto bruscamente en él. Paf!
Parece que de nuevo el destino ha querido ayudarme. Estoy entera: ¡Sana y salva! Recuerdo que hace unos días vi destrozar a una amiga que impactó en una roca al ser lanzada por ese aparato de tortura. Cometió un gran pecado y pagó por ello. Esta vez, por suerte o por destreza de la impasible mano, he cometido un pecado muy pequeño puesto que me he acercado mucho al centro de este circular obstáculo.
Pronto van impactando cerca de mí las demás flechas. Me alegro que los pecados de mis amigas también no sean muy grandes. Finalmente, hemos quedado todas clavadas y agrupadas cerca del blanco. La mano nos agarra firmemente, nos extrae de la diana y nos vuelve al carcaj.
De nuevo, en nuestro saco de dormir, podemos descansar y relajarnos.
Hasta la próxima.