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sábado, 3 de octubre de 2009

La cuestión azul



Hasta hace un par de siglos, los pintores tenían que hacerse ellos mismos las pinturas a base de pigmento y aglutinante. Bueno, puede que algún pintor de elite tuviera un pupilo que le machacara la piedra… aunque eso seria otra historia, que pintaría distinta.

El pigmento se obtenía, normalmente, de minerales, vegetales y materiales de la propia naturaleza. Digamos que, para hacer pigmento ocre, el barro era buena materia prima; para hacer pigmento negro, calcinar huesos o colmillos y luego trincharlos hasta hacer un polvo fino –el pigmento- sería una práctica que se remontaría hasta el hombre primitivo.


Ese pigmento, disuelto en un elemento aglutinante (aceite, cera, resina, yema de huevo, cal,…) permitía que, al “secar” éste, se quedara el color endurecido sobre la base de la representación pictórica, proporcionando dureza y durabilidad a la pintura.


En el mundo de los pintores, habían pigmentos fáciles de obtener y, por lo tanto, económicos y ampliamente utilizados. Sin embrago, hay una espinita, un problemilla técnico, con una pequeña cuestión económica añadida, que tuvo a los pintores en constante búsqueda de solución hasta que, con la llegada de la química industrial y la fabricación de pigmentos sintéticos, se fue encontrando una solución “artificial” al tema. Me refiero al azul.



El azul es un color habitual en la naturaleza. Azul en el cielo, azul en el mar… ¡Pero de ahí no se puede extraer pigmento azul! Así que los pintores buscaron, durante siglos y siglos, cómo conseguir este anhelado color para incorporarlo en sus creaciones artísticas.


Parece ser que los primeros en descubrir cómo hacerlo fueron los egipcios, con el “azul fritta” que era un esmalte (silicato de cobre y calcio) usado en cerámica que al cocer se convertía en azul, luego se machacaba y su polvo era usado en la pintura. Aunque esa técnica se utilizó también en la antigua Grecia y Roma, fue desapareciendo con los años –cuentan que por allá el siglo VII- y también, creo, con la aparición de otros azules más “preciados”.


Y entre los que tomaron el testigo de la moda azul, por sus tonos azulados de elevada belleza, estaba el pigmento procedente del mineral lapislázuli. Las minas estaban en la zona del actual Afganistán y además, como es una piedra semipreciosa, era caro de obtener. Así que, de la misma manera que el color púrpura fue durante muchos siglos un color de alto coste y su tinte era reservado para las capas de los emperadores romanos, el pigmento azul lapislázuli también tomó su fama, su prestigio. Su precio llegó a superar a la del oro y los pintores, si ponían azul lapislázuli en un cuadro de encargo, era previo pacto de cuánto azul y cuanto oro se iba a poner.


Con ese caché que había cogido el color azul, los reyes vestían capas azules y hasta había quien pensaba que su sangre era azul… aunque eso sería también otra historia que es mejor no contarla ahora. El azul empezó a coger durante la edad media el sinónimo de distinción o de realeza, y el pueblo, la plebe, no tenía un acceso fácil a ese color.


La azurita, aunque un poco más verdosa, se usó a menudo también en la edad media como sucedáneo del lapislázuli desde que se descubrieron unas minas en Centroeuropa, pero con poco éxito debido a que este color es menos estable y, con el tiempo, tiende a ennegrecer. Los pintores aprendieron métodos para diferenciar el pigmento de azurita del de lapislázuli, pues en formato de pigmento podía confundirse fácilmente y algunos comerciantes pretendían dar “gato por liebre”.



Y en medio de esa escasa y cara accesibilidad al color azul, aparece en el románico catalán unos exponentes de la pintura mural pintados con sorprendentes colores azules. En especial destaca el Pantocrátor de Sant Climent de Taüll y la Virgen de Santa Maria de Taüll, unas pinturas al fresco que ocupan el ábside central de los templos y que, con su majestuosidad de imponente tono azul, le infiere realeza a la representación de esas imágenes divinas.

Hasta hace poco, la idea del alto coste del pigmento azul de la edad media hacía difícil de pensar el verdadero motivo que promovió al Maestro de Taüll a usar el color azul de una manera predominante en esas imágenes. Además, los maestros que pintaban al fresco conocían que el uso del azul de lapislázuli, aparte de caro, podría decolorarse y degradarse rápidamente con el tiempo al interaccionar con un ácido mineral, con lo que se evitaba el uso del lapislázuli en esta técnica pictórica.

El descubrimiento de antiguos yacimientos de aerinita en el entorno pirenaico ha ayudado a resolver el enigma y a determinar que, a pesar que los tonos de azul son variados en función de las vetas de extracción, el Maestro de Taüll utilizó el azul de aerinita que, excepcionalmente, había en el entorno próximo.


No fue hasta el descubrimiento de América que se observó que los indígenas sintetizaban el azul índigo –también llamado añil- a partir de unas plantas. La explotación colonial produjo gran comercialización de este tinte que, convertido en pigmento, aportó el azul de uso común a la población europea, saciando la inaccesibilidad de otros pigmentos azules, hasta cerca del siglo XIX.


Y a partir de aquí, con la aparición de la industria química, los pigmentos empiezan a sintetizarse. En especial el azul ultramar sintético fue de la misma calidad que el del lapislázuli, y más tarde aparecen los azules de cobalto con tonos desde claros a oscuros (óxidos de cobalto con impurezas de aluminio, zinc o cromo), el azul celúreo y el azul Prusia entre otros pigmentos azules sintetizados artificialmente.



El azul ha sido, desde que la Tierra tiene atmósfera, un color que ha bañado cielo y mar con la natural cotidianidad. Sin embargo, durante muchos siglos, ha sido técnicamente difícil –y caro- reproducirlo en las creaciones pictóricas.