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sábado, 18 de febrero de 2012

El jardín del Edén

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Hace ya muchos, muchos años que, al salir por primera vez al balcón de casa, me sorprendió la imagen del jardín. Recuerdo esa una sensación placentera de paz, una ilusión de poder tener, a escasa distancia de mí, esa enorme copa de palmera de largas y esbeltas hojas que, tendiendo el brazo, casi podía alcanzar.

El jardín del convento se me presentó como un paraíso. Ese silencio moteado por los trinos de los pájaros, ese toque de campana para indicar la comida a la congregación, ese revoloteo de pajarillos despuntando el día, esos cantos gregorianos que se oían como un murmullo de fondo los domingos al mediodía, ese olor de primavera ante la floración de los árboles, esos colores vivos radiando de la pérgola violácea, esos ramos naturales del rosal laureado... Todo eso proporcionaba, tanto a mi como –supongo- a todos los que tuvimos la gran suerte de poder vivir en el entorno cercano al jardín del convento, de una aproximación a lo divino. Fue como poder tener cercana la fuente del Edén y, cuando salía al balcón, absorbía un poco de su preciada ambrosia.


El convento dedicó casi un siglo a ser colegio. Mis hijos asistieron de párvulos, tuvieron el cariño sincero de las monjas misioneras y jugaron, durante unos años, en el jardín del convento. Aprendieron de él, de sus olorosas flores, de sus verdes plantas, de sus dulces frutos, de su húmeda tierra. Y se impregnaron, como nos impregnamos todos nosotros, de esa aura, de ese espíritu que, desde el cielo, descendía a través de los árboles del jardín hasta llenar nuestros corazones.

Hemos disfrutado de un oasis de paz en el centro de una voraz ciudad. Estas palmeras centenarias, esos árboles, llevan en su savia infinitos recuerdos de todos los que vivimos rodeando el jardín. Y el Jardín del Edén nos ha ayudado a todos a Vivir durante muchos, muchos años.


Pero los años han ido pasando, las cuatro enormes palmeras de canarias han sumado otros veinticinco más desde esa primera vez que las vi. Ahora, ya centenarias y con más de quince metros de altura, se enfrentan silentes y junto al resto de los árboles del frondoso jardín a unas amenazas de muerte que, paradójicamente, proceden del sector eclesiástico. No parece que haya piedad, ni misericordia, ni sensibilidad, ni recuerdo, ni nostalgia por esa historia latente en el jardín del convento. No hay valores religiosos, sino económicos, en el obispado de Barcelona.

Sin embargo le debo, le debemos, a ese jardín, a esas palmeras, a esos árboles, a esos pájaros, que salgamos en su inocente defensa. Nos han ayudado a vivir durante muchos, muchos años, aportándonos aire limpio y paz de espíritu. Ahora nosotros debemos ayudar al Jardín del Edén a sobrevivir a estas amenazas del diablo disfrazado con báculo y mitra.

Ojala nuestro jardín del convento cuente también con la gracia de Dios.


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